[Concurso] ¡San Valentín en YFC!

El cielo está plagado de infinidad de puntos centelleantes, de diferente intensidad y tamaño, astros y cuerpos celestes que adornan la bóveda sobre nuestras cabezas día tras día. Algunos, demasiado pequeños para ser detectados por el ojo humano a simple vista, y otros lo suficientemente grandes como para ser contemplados en las noches más nubladas.

Pero lo que vemos a primera vista no es ninguna de estas tenues luces; es la luna. A vista de muchos, dicen que un mero satélite, un fragmento de roca hermana del planeta, nacida de un choque devastador que tuvo lugar hace mucho tiempo. Pero a los que se les preguntan dicen que no es nada más allá de un fragmento rocoso, frío y solitario. Una roca que nos orbita sin otro trabajo que el control de las mareas y ser el foco que ilumina nuestras noches, aunque esto último es gracias a la luz que recibe del sol.

Una luz que a la luna le duele ver cada día, porque la luna ama al sol. Muchas leyendas lo cuentan, lo narran desde diferentes puntos de vista, añadiendo unos u otros dioses de mitologías antiguas. La luna siempre amó al sol, aunque no se sepa de donde proviene realmente la primera mención de este suceso. Es imposible poder referenciar la original, pero puedo referenciar una de muchas.

Cuentan que un día, en uno de los muchos e insignificantes choques estelares de cuerpos espaciales, surgió nuestro único satélite. Un trozo de parte de nuestro mundo. Las rocas resultantes de aquel cataclísmico impacto se vieron atraías entre sí, y a su vez por las fuerzas de rotación y gravedad convergieron en un solo punto hasta que parte de la Tierra y del espacio se unieron en uno.

Al nacer, la luna se encontró con la voz de la nada, envuelta en el manto de la más fría y negra oscuridad, donde nadie podía escuchar sus susurros. Donde habría permanecido para siempre en hipotérmica soledad de no ser por la calidez que llegó desde un rincón de la vasta galaxia. Aquella gigantesca esfera inflamable parecía impasible frente al frío del abismo que lo rodeaba todo, emitiendo un calor abrasador, pero que con la distancia se convertía en una agradable onda acogedora.
La luna y el sol se observaron cada noche, en silencio. Ella observaba inmóvil a esa colosal masa de gas volátil. la luna conoció la admiración y el amor. Era gracias a la calidez de sus llamas, que la luna podía vivir en el frio vacío, rodeada de silencio, manteniendo su rotación.

Con el tiempo, la luna se dio cuenta que en su hermana se habían estado formando criaturas vivas, diminutas formas que interactuaban entre ellas, que disfrutaban de su compañía mutua. Que se querían. La luna no conocía que era el amor. Tampoco conocía que era la envidia. Pero se sentía atraía por aquellas relaciones, observando como aquellos millones de seres de infinitas formas interactuaban. Tampoco conocía la tristeza, pero comenzó a sentirla cuando veía a las criaturas mostrar aquella emoción. Y aquella emoción la inundaba cada vez que aquello pasaba.

Sintió que quizá podría hacer lo mismo con el sol que tanto amaba. Acercarse e interactuar, ser más cercanos. La luna se quiso acercar a aquella enorme masa de calor. Las rocas golpearon su superficie, la hirieron, pero sintió que merecía la pena por intentarlo, que unos fragmentos no eran nada comparado con lo que estaba sintiendo.

Pero cerca de lograrlo, se dio cuenta de que la gravedad la tenía atrapada. Que no podría avanzar si no era lejos de su hermana. Tenía al sol de frente, y a la vez tan lejos de ella, recibiendo toda su luz, pero nunca suficiente. Por desgracia, la luna no se dio cuenta de que, al chocar aquellas rocas, algunas golpearon a las criaturas que su hermana había cuidado.
La luna conoció el dolor y la tristeza. Se sentía culpable por haber hecho daño a otros por perseguir su sueño, si es que eso lo era. La luna conoció la resignación. Debía quedarse allí, esperando a otra oportunidad, una donde no se hicieran daño. Quería dejar de rotar, convencida de que sus emociones eran un peligro, incapaz de ejecutar su deber.

El sol había observado todo desde los albores del tiempo. El sol amaba a la luna, pero si el sol se acercaba, haría daño a aquellas criaturas. Si el sol se acercaba, le haría daño a la luna; su calor era demasiado fuerte. Para el sol, aquella masa plateada en el firmamento era más poderosa que su propio fuego, y por ella es que había seguido ardiendo con intensidad cuando notó que su calor la hacía feliz. No solo por que la resguardaban del frío, si no también porque sus llamas habían dado la vida que ella tanto disfrutaba observar cada día.

—Luna, tu que me amas entenderás que nuestro amor es fuerte, pero nuestros deberes los son más. En la infinidad del universo, eres mi favorita, y por eso te hago una propuesta.

La voz del sol era aún más cálida que sus llamas, una voz que sacó a la luna de su trance, que la dio fuerzas.

—Tu cuidarás de la vida que ha surgido de nuestro encuentro. Todos los días brillaré tan fuerte como este, para que puedas apreciar lo que te asombra. Y durante las noches te daré luz para que puedas seguir viéndolas. Y cuando mis llamas no me acompañen más, iré a ti.

El cielo está plagado de infinidad de puntos centelleantes, de diferente intensidad y tamaño, astros y cuerpos celestes que adornan la bóveda sobre nuestras cabezas día tras día. El sol y la luna se alternan para observar lo que los hace sentirse más cercanos.

Cuando en el día veas el sol eclipsarse, o que la luna brilla con luz intensa, sabrás que estos dos enamorados están mas cerca que nunca. Las estrellas fugaces son las lágrimas de la luna al extrañar a su amor.
Pero no debes preocuparte, pues estas son encendidas por el sol para mostrarla que aún brilla con fuerza y la ama.